Una sede construida con la esperanza: el ejemplo de los habitantes de “Los Arenales” de Antofagasta
La vida tiene recovecos extraños y bien lo sabe María Teresa Valencia, nativa de Tuluá, Colombia, un municipio ubicado al norte de Cali. La mujer llegó a Antofagasta, una ciudad ubicada 4.500 kilómetros al sur, sin conocer nada, pero con la esperanza de volver a reunirse con José, su esposo y padre de sus hijos, quien se había venido meses antes.
María Teresa nunca había salido de Colombia, es más, pocas veces había estado fuera de su región; sin embargo, tomó la decisión de emigrar. Así llegó hasta Chacalluta, Arica, ciudad a la que trató de entrar como turista. Sin embargo, no la dejaron. Pero, pese a la negativa oficial, tampoco se iba a rendir.
Se marchó a Bolivia y luego a Argentina, sumando miles de kilómetros extras; llegó hasta Mendoza y desde allí al Paso Los Libertadores, sitio desde el que cruzó a Chile, para su sorpresa, sin dificultad alguna.
Acá comenzó a trabajar, pero también hubo problemas, pues se separó hace tres años. Sin embargo, la vida siempre parece sorprender, pues en la ciudad se encontró con Julio César Vásquez, un viejo amor de juventud -“el primero de mi vida”, dice él- y aquí se les puede ver juntos, recorriendo los pasajes del macrocampamento Los Arenales.
La vivienda
María Teresa y Julio César son dos de las casi 12 mil personas que viven en alguno de los cerca de treinta asentamientos ubicados junto a los cerros antofagastinos.
Pero este no es un asunto exclusivo de la capital mundial de la minería. En la región son 7.298 familias, unas 30 mil personas, distribuidas en 69 asentamientos, según el detalle del Catastro Nacional de Campamentos 2020-2021, elaborado por TECHO, Fundación Vivienda y CES. Calama, San Pedro de Atacama, Mejillones y Taltal, son otras de las localidades más afectadas.
La capital regional es una de las comunas con mayor presencia de inmigrantes y muchos se han aferrado a los cerros como la opción para vivir, debido al alto costo de arriendos y viviendas.
La realidad nos dice que para poder comprar una casa en Antofagasta se necesitan aproximadamente 8.588 Unidades de Fomento (UF), algo así como $263 millones y unos $130 millones para un departamento, según datos de Portalinmobiliario.com.
Vivir en alguno de estos asentamientos irregulares no es nada de sencillo. No hay servicios básicos como agua, luz eléctrica, seguridad, colegios cercanos y los riesgos son enormes con cada incendio o alguna enfermedad. La ausencia de lo público es patente.
Las historias
Elizabeth Lapaca (47) llegó hace siete años a Antofagasta buscando una posibilidad laboral, después de intentarlo infructuosamente en la Bolivia gobernada por Evo Morales. “Si no eras del partido, no había mucho por hacer”, apunta.
En Oruro se quedó su hija y ella, instalada en Antofagasta, trabajó como empleada puertas adentro, con lo que se ahorraba la pensión y la comida. Así guardó y salió a buscar un arriendo, lo que resultó imposible por menos de $350 mil.
De esa forma llegó a Los Arenales y por primera vez en su vida debió aprender a vivir en un campamento, con todas las precariedades que eso significa y más cuando ella era una enfermera profesional.
Pero acá, limpiando casas, ganaba lo suficiente para ahorrar y traer a su hija, quien soñaba con tener un perro y un gato.
Los Arenales es un crisol de Latinoamérica. Allí habitan peruanos, bolivianos, colombianos y también chilenos, entre otras nacionalidades. La organización es fundamental para hacer frente a las precariedades agudizadas por la pandemia. El año 2020 aparecieron las ollas comunes y ahora ha sido fundamental convencer a la población de vacunarse, algo que no es tan común en muchas naciones vecinas.
Es viernes y la noche comienza a aparecer. También lo hacen las velas en las casas y las luces desde los cableados. La colaboración entre todos es fundamental, porque aquí se depende de todos para sobrellevar las dificultades. Alguien va a buscar agua o puede traer algún producto de un negocio o supermercado. Todos se ayudan, incluso cuando enfrentaban hechos delictivos y así decidieron entregar silbatos en todas las casas, los que hacían sonar cuando veían alguna amenaza o alguien enfrentaba algún problema.
Una fina llovizna cae sobre el campamento en una zona que parece recibir las nubes que aparecen desde el océano. Es un clima extraño para los nuevos chilenos, que representan siete de cada diez habitantes de estos sitios.
Las ollas comunes siguen abiertas los fines de semana y unas 65 personas siguen participando. Todo partió con colaboraciones o pagando 500 pesos que se usaban para comprar carne.
No han sido ni días ni semanas fáciles para ellos. Gran parte de las mujeres que trabajaban como asesoras de hogar perdieron sus empleos producto del confinamiento y las restricciones, lo mismo muchos varones con empleos precarios. Las mayores complicaciones se vivieron durante 2020.
Pero la disposición de vacunas tampoco ha sido fácil de resolver. Muchos prefieren obviar cualquier vínculo con los servicios públicos, debido al temor con posibles deportaciones, así que se mantienen en un semi anonimato. Otra cosa es el temor mismo a las inoculaciones, pues en muchos países la vacunación no es una práctica normalizada.
La esperanza
Hoy los vecinos tienen otro logro: la construcción de una sede social que beneficiará a cerca de 25 familias -unas 125 personas- gracias a sus 90 metros cuadrados. Fueron seis meses de trabajo en que participaron 25 personas del comité en la construcción de la sede comunitaria. Se trata de un trabajo que recibió el aporte económico de Escondida BHP y la gestión de la Dirección General de Pastoral y Cultura Cristiana de la Universidad Católica del Norte (UCN).
El sector de acceso al campamento está cambiando con esta obra y la limpieza que los habitantes desean consolidar. Las condiciones no son sencillas, pero mejores que hace un tiempo cuando todo era un basural que comenzó a desaparecer, mientras la sede social comenzó a erigirse.
Erika Tello, directora de la Pastoral UCN, recordó que la Universidad comenzó a trabajar en el macrocampamento en 2015, apoyo al que pronto se sumaron las escuelas de Educación, Derecho y de Arquitectura, además de la Facultad de Economía y Administración y la carrera de Psicología.
“Una de las primeras cosas que hicimos fueron los mapeos de los campamentos; junto a los vecinos le pusimos nombres a las calles y números a las casas. Otra cosa fundamental ha sido ayudarlos en su organización, porque ellos llegaron para quedarse, no están de paso o por un tiempo. Por la misma razón, debemos seguir trabajando en el empoderamiento de los dirigentes para que puedan resolver sus problemas y necesidades organizadamente, o bien desde sus propias dirigencias. Les explicamos que tienen derechos y no por ser inmigrantes están a la deriva”. El logro de la sede va en ese sentido, detalló Erika Tello.
Guillermo Mamani es nativo de Tacna, Perú, la ciudad limítrofe con Arica, y hace 10 años llegó a Antofagasta después de ser convencido por un familiar de que aquí encontraría mejores oportunidades laborales. Halló trabajo en La Negra y vivió en el sector de la Feria Prat, hasta que no pudo más y se fue al campamento, donde vive con su señora Judit y sus hijos Diego y Juan de 28 y 22 años.
Sin ocultar las precariedades existentes, está feliz con el avance de la sede, más aun considerando que ha sido un esfuerzo colectivo.
Julia Paco, de Oruro, Bolivia, tiene palabras similares. Hace siete años que vive en Antofagasta y, aunque no ha sido fácil -incluso su esposo Édgar Peñailillo estuvo hospitalizado por covid-, tiene esperanza de que todo irá mejor.
“Siempre estamos unidos ayudándonos, siempre estamos con ánimo para colaborar entre chilenos, peruanos, bolivianos y colombianos, entre todos”, concluye.